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¿Y, dónde está el clínico?

miércoles, 29 de julio de 2009

¿Y, dónde está el clínico?
Autor: Carlos Alberto Gomez Fajardo

Se ha dicho que la medicina contemporánea se ubica en una fase de “poderío y perplejidad”. Poderío, pues nunca antes el avance de las aplicaciones de la tecnociencia ha crecido y se ha ampliado hacia las masas de un modo tan acelerado y exponencial.
El crecimiento en diversos aspectos de la economía, del desarrollo y la convivencia social, pone al alcance de millones lo que antes fue apenas lujo de exquisitas y poderosas minorías. Aunque persisten cuestionables diferencias en temas como el acceso a prestaciones sanitarias y a la equidad humana básica, el habitante normal del planeta, de un modo similar a su contacto cotidiano con temas como las telecomunicaciones o el transporte, frecuentemente tiene que ver con la aplicación de medios diagnósticos o terapéuticos que involucran el poder de la alta tecnología. Este es un dato que alcanza a ser algo de carácter “rutinario” para muchos. Perplejidad, también por varios motivos: el alcanzado nivel de especialización es extraordinario, dada la máxima complejidad de las aplicaciones. Simultáneamente el crecimiento de sistemas logísticos, jurídicos y administrativos aproximan el peligro de reducir el acto médico a una especie de trámite de carácter administrativo. El paciente ha querido ser convertido en “usuario” y el médico en “dispensador” de servicios, en parte de un personal operativo cuyo alcance se llega a asimilar al de un empleado bancario que atiende tras una ventanilla a alguien anónimo que realiza un trámite… Es explicable la perplejidad que se presenta ante la deshumanización y la pérdida de un horizonte antropológico que ha permitido la intromisión de terceros implacables y todopoderosos en la relación médico-paciente. El estado y entes de otro orden se llegan a convertir en el “poder tras del telón” en un inmenso e intrincado escenario en el que aquellos dos originales “actores” (médico y enfermo) apenas se limitan a ejecutar un brevísimo diálogo secundario. Ahora cabe la pregunta: ¿Y, dónde está el clínico? En la semiología clásica se recuerda la raíz griega klinée (lecho) haciendo referencia al actuar del terapeuta junto al lecho del enfermo. El proceso de la anamnesis, recopilación de datos y de la historia personal del enfermo, sus antecedentes, aspectos de su entorno laboral, familiar, en fin de su existencia, a los cuales se añade la visión -a la vez analítica y sintética del médico, investigador-. Es el clínico, por excelencia, quien elabora un diagnóstico, propone un plan y por último responde al paciente a su más difícil pregunta: “¿a qué atenerme?”. La pregunta por el futuro –prognosis- es también constitutiva del alma del quehacer clínico. Sólo conociendo con antelación se ejercita de modo prudente la acción terapéutica. Ambos, médico y paciente, reconocen que aquel encuentro de carácter personal, un encuentro de saber y de conciencia, tiene lugar entre seres humanos concretos, limitados, expuestos ante la realidad misteriosa y a veces agobiante de la enfermedad y de las situaciones del sufrimiento -propio o de los seres amados- y de la muerte. Estos datos reales no se pueden cuantificar según manuales de “Medicina Basada en Evidencia”. Flexner, gran reformador de la educación médica en Canadá y los EEUU en los primeros años del siglo XX trató de imprimir orden, vigor racional y metodológico al proceso de formación de los médicos en Norteamérica. A pesar de los logros, sus esfuerzos no fueron del todo compensados; él mismo, en 1925, se quejaba de una de las grandes carencias del sistema norteamericano: reconocía que faltaba mucho por hacer en el aspecto de la formación cultural, filosófica y humanista de sus profesionales. Quizás la queja de Flexner continúe teniendo ahora validez: el clínico auténtico no puede ocultar su rostro humano tras la intermediación de la aparatología biotecnológica. El “homo faber” o el “homo económicus” no pueden abarcar la totalidad de lo que atañe al hecho de enfermar. Enfermar es un modo individual de vivir experimentado por cada ser humano. Más que aplicación de una mentalidad protocolaria –propia de una impensable y rígida ingeniería- estamos ante la necesidad del apoyo y acompañamiento existencial de un “homo viator”, ser contingente, que se pregunta y padece y que debe afrontar sus particulares situaciones límites como un hecho de carácter personal más que un hecho sociológico, económico o político. El clínico, investigador e intérprete de signos y síntomas, debe ser un integrador de conocimiento científico que a la vez sabe asumir su compromiso humano con el bien de su paciente. Al tratar de aceptar esta responsabilidad lógica y afectiva, honra la dignidad del arte-ciencia de la medicina; al esquivarla, se convierte en un operario tecnócrata que ha cedido su obligación a otros intereses y prioridades.

http://www.elmundo.com/sitio/noticia_detalle.php?idcuerpo=1&dscuerpo=Sección%20A&idseccion=3&dsseccion=Opinión&idnoticia=114785&imagen=&vl=1&r=buscador.php&idedicion=1354

Nota

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Medellín, Antioquia, Colombia
Magister en Filosofía y Politóloga de la Universidad Pontificia Bolivariana. Diplomada en Seguridad y Defensa Nacional convenio entre la Universidad Pontificia Bolivariana y la Escuela Superior de Guerra. Docente Investigadora del Instituto de Humanismo Cristiano de la Universidad Pontificia Bolivariana. Directora del Grupo de Investigación Diké (Doctrina Social de la Iglesia). Miembro del Grupo de Investigación en Ética y Bioética (GIEB). Miembro del Observatorio de Ética, Política y Sociedad de la Universidad Pontificia Bolivariana. Miembro del Centro colombiano de Bioética (CECOLBE). Miembro de Redintercol. Ha sido asesora de campañas políticas, realizadora de programas radiales, así como autora de diversos artículos académicos y de opinión en las áreas de las Ciencias Políticas, la Bioética y el Bioderecho.

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