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PROBLEMÁTICA JURÍDICA DE LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA *DE NUEVO SOBRE EL FALLO DEL ABORTO

domingo, 12 de julio de 2009

PROBLEMÁTICA JURÍDICA DE LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA *DE NUEVO SOBRE EL FALLO DEL ABORTO

PUBLICADO EN:Persona y Bioética, Vol 10, No 26 (2006)


Ilva Myriam Hoyos

ALGUNAS PRECISIONES SOBRE EL FALLO DE LA CORTE CONSTITUCIONAL



Después de más de tres meses del fallo de la Corte Constitucional sobre el aborto sigue siendo difícil precisar los alcances de esa polémica decisión porque todavía no se conoce el texto de la sentencia, que se identificará bajo el número c-355 de 2006 y llevará por fecha ello de mayo, pero que se habrá notificado más de catorce semanas después de haberse comunicado la decisión. Hasta ahora los únicos soportes documentales y oficiales son dos comunicados de prensa emitidos por la Presidencia de la Corte Constitucional el 11 y el 12 de mayo de 2006, que no tienen valor jurídico, así como las declaraciones que el magistrado ponente y una de las demandantes han dado a los medios de comunicación.



Diversos son los interrogantes que surgen de la lectura de los comunicados de prensa y que ameritan una detenida reflexión. Por ejemplo, (i) ¿cuáles son los fundamentos que la Corte invoca para justificar su decisión?; (ii) ¿cómo comprende el tribunal constitucional el derecho a la vida de los no nacidos?; (iii) ¿qué ponderación realiza entre los derechos del nasciturus y los derechos de la mujer embarazada? Pero, sin duda alguna, una cuestión clave es aclarar si el fallo estableció una mera despenalización del aborto o una legalización parcial del aborto.



He defendido, en varios foros académicos y en un reciente escrito que he titulado La Corte Constitucional: entre la ley de la gradualidad y la gradualidad de la ley. A propósito del fallo sobre el aborto, la tesis de que la Corte, a diferencia de lo que han informado los medios de comunicación, no adoptó la despenalización del aborto en tres circunstancias específicas sino que legalizó algunas conductas abortivas. La diferencia no es de simple matiz, sino que constituye la raíz articuladora de la decisión. Explicaré por qué.



Despenalizar el aborto en ciertos casos significa que un juez no puede iniciarle o no puede continuarle un proceso penal a la mujer embarazada que ha realizado la acción abortiva en los supuestos legitimados por la Corte. De ser ello así, el aborto seguiría siendo delito, pero el Estado, en algunos casos -que tendrían carácter exceptivo-, no sancionaría penalmente ciertas conductas específicas. En este sentido, la despenalización de ciertos supuestos no implicaría reconocer el llamado «derecho al aborto» a favor de la mujer embarazada que quiere abortar ni, por tanto, implicaría la existencia de deberes correlativos del Estado o de los particulares.



De aceptarse la tesis de que la declaratoria de constitucionalidad condicionada del artículo 122 de la Ley 599 de 2000 (Código Penal) es una mera despenalización, tendría que afirmarse que la acción abortiva, siempre que medie la voluntad de la mujer, no constituye delito de aborto en los supuestos declarados por la Corte. Esa despenalización no obligaría a ninguna persona a realizar el procedimiento abortivo, ya no sólo en los supuestos no contemplados sino también en los mismos supuestos contemplados, porque el aborto dejaría de ser delito; pero ello no implicaría que el Estado debiera propiciar la acción abortiva.



La doctrina extranjera ha puesto bien de relieve que una despenalización de este tipo no es real y que insistir en que su efecto es meramente penal ha sido una estrategia para persuadir a quienes se oponen a la tesis de la legalización total del aborto, pero no para excluir las obligaciones correlativas que hacen no sólo posible, sino también seguro, el aborto (ARMENTEROS, 1997; GÓMEZ-IGLESIAS, 1990; MORELLI, 2003).



Con su fallo, la Corte pretende algo más que la mera despenalización, porque parece que, según ella, el Estado debe ofrecer algún tipo de servicio para que el aborto pueda realizarse. Esta tesis la defenderé a partir del análisis de los comunicados de prensa, por lo menos mientras el texto de la sentencia no se notifique. De esos comunicados yo resaltaría cinco ideas clave.



La primera hace referencia al uso de la expresión interrupción del embarazo, que se introduce en el lenguaje de la Corte Constitucional y, por ende, en el ordenamiento jurídico colombiano. En efecto, la Corte declaró, en lo que podría ser el «resuelve» de la sentencia sobre el tipo penal básico del aborto (artículo 122 del Código Penal), la exequibilidad de la mencionada norma,



en el entendido [de] que no se incurre en delito de aborto cuando[,] con la voluntad de la mujer, la interrupción del embarazo se produzca en los siguientes casos: a) cuando la continuación del embarazo constituya peligro para la vida o la salud de la mujer, certificado por un médico; b) cuando exista grave malformación del feto que haga inviable su vida, certificada por un médico; y c) cuando el embarazo sea resultado de una conducta, debidamente denunciada, constitutiva de acceso camal abusivo o acto sexual sin consentimiento, o de inseminación artificial o de transferencia de óvulo fecundado no consentida, o de incesto [primer comunicado de prensa, cursivas fuera del texto].



El uso reiterado de la expresión interrupción del embarazo denota un cambio de lenguaje que ha de tener alguna consecuencia jurídica. La Corte conserva el término aborto para designar la acción abortiva justificada por el Estado, es decir, la eliminación del ser humano en el vientre materno cuando no corresponda a los tres amplios supuestos. Esta acción es ilegítima, y, como tal, el Estado la penaliza. Del mismo modo, la Corte introduce la expresión interrupción del embarazo -que, en todo caso, ha de ser interrupción voluntaria- para justificar esa eliminación del ser humano no nacido en los mencionados tres supuestos. Esta acción es legítima, y, como tal, el Estado no la penaliza



La «distinción» entre los términos aborto e interrupción del embarazo se explica, a mi juicio, porque la palabra aborto está ligada directamente a la muerte ilegítima de un ser humano, mientras que la nueva expresión, interrupción del embarazo, autoriza de una manera eufemística la muerte legítima para evocar más la idea de autonomía, de libertad y, si se quiere, de derecho, así como de exculpación de las conciencias. Si el derecho es aquello que es debido y exigido, la «interrupción del embarazo», en los tres supuestos declarados por la Corte, sería un derecho debido y exigido por la mujer embarazada. Si se exculpan las acciones que las leyes o los jueces consideran legítimas pero que en verdad ni moral ni jurídicamente lo son, la «interrupción del embarazo» será una manera de exculpar las conciencias de quienes practican o se hacen practicar el aborto. El uso de la expresión interrupción del embarazo parece, por tanto, hacer defendible la tesis de que la Corte no despenalizó sino legalizó en determinados casos el aborto o, por lo menos, de que hay abortos voluntarios legítimos y abortos voluntarios ilegítimos. La legitimidad está dada y amparada por el Estado. Y supone un juicio de valoración ética y jurídica sobre la conducta abortiva. En un caso, de reproche. En el otro, de aceptación. De esta forma, si bien es cierto que el aborto sigue siendo delito en los supuestos no contemplados en el fallo, lo es de manera débil, porque lo fuerte es que el aborto voluntario, en determinados casos, es legítimo; y a este aborto ahora se lo llama «interrupción del embarazo». Esa legitimidad le otorga un papel especialmente significativo al Estado, que no sólo no puede sancionar penalmente la conducta abortiva sino que además ha de prestar el servicio abortivo.



La segunda idea hace referencia al argumento de la Corte de que «la penalización del aborto en todas las circunstancias» es «una medida claramente desproporcionada e irrazonable, pues establece una preeminencia absoluta de la protección del bien jurídico de la vida del nasciturus sobre los derechos fundamentales de la mujer embarazada». La Corte menciona, entre ellos, el derecho a la vida (art. 11 constitucional), el derecho a la protección de la salud (art. 49 constitucional), el derecho a la igualdad (art. 49 constitucional) y el derecho a la libertad sexual y reproductiva de la mujer (arts. 13 y 16 constitucionales). Cabe preguntarse si entre esos derechos de la mujer la Corte incluyó también el llamado «derecho al aborto». A mi juicio, los comunicados de prensa no permiten dar una respuesta directa en sentido negativo, pero tampoco excluyen la respuesta afirmativa, porque ese supuesto derecho podría haber sido declarado de manera expresa o considerado como elemento de alguno de los derechos expresamente protegidos -por ejemplo, el derecho a la salud-. En uno o en otro caso, el Estado, al legitimar la «interrupción del embarazo», también habría asumido el deber de hacer posible de manera segura y salubre esa interrupción. Ésta es una cuestión, como otras muchas, que habrá que responder con base en el texto de la sentencia.



La tercera idea es que corresponde al Legislador «regular las condiciones de modo[,] tiempo y lugar en que se realice la interrupción del embarazo», para que «logre de manera eficaz -así se lee en el numeral 4 del segundo comunicado- la protección de los derechos a la vida, libertad, igualdad de modo tal que no se establezcan cargas desproporcionadas». Si la Corte hubiera establecido sólo la despenalización del aborto, no tendría sentido que hiciera mención de la regulación que el Legislador puede llegar a establecer para implementar su decisión. Además, no deja de ser significativo que el mismo comunicado haga referencia, a título de ejemplo, a la siguiente temática, que sería la regulada por el Legislador: «las características de las certificaciones médicas previstas para la interrupción del embarazo, el momento en que se puede llevar a cabo el aborto, la intervención de asistentes sociales sicológicas o siquiátricas, si el médico que practique la interrupción es o puede ser el mismo que certifique las indicaciones para interrumpir el embarazo» (numeral 5). Todas estas cuestiones parecen apuntar a la delimitación y regulación no sólo de la «interrupción del embarazo» sino también de lo que podría llamarse el «derecho al aborto» o el «deber de prestar el servicio de aborto», que tendría carácter legal, para que los médicos y el personal sanitario realicen, en el marco del ordenamiento jurídico, el procedimiento abortivo en los supuestos mencionados.



La cuarta idea es que la Corte Constitucional también determinó en su fallo unos deberes que deben cumplir los médicos y que son previos al aborto: (i) certificar que la continuación del embarazo constituye peligro para la vida o la salud de la mujer y (ii) certificar que existe grave malformación del feto que hace inviable su vida. Es decir que, para la Corte, la «interrupción del embarazo» -que, como ya lo he afirmado, es interrupción voluntaria- es, también en estos dos supuestos, interrupción médica, porque la Corte parte de la idea de que el aborto es una acción médica, un servicio tera­péutico, cuando no lo es, en modo alguno, pues con­tradice la razón de ser de la medicina (VOLTAS, 1990).



Los deberes del médico en el aborto pueden ser algo más que previos, porque la Corte considera -así lo expresa en el segundo comunicado que el Legislador, «si así lo decide», puede determinar «si el médico que practique la interrupción es o puede ser el mismo que certifique las indicaciones para interrumpir el embarazo» (numeral 5). De esta forma, los deberes no sólo serían previos al aborto sino que los esenciales harían referencia a la práctica misma del aborto. Considero, por tanto, razonable afirmar que los médicos y otros profesionales de la salud sometidos a un contrato laboral o a un régimen funcionarial estarían obligados a prestar el servicio del aborto en los supuestos aceptados por la Corte, dentro del marco de la prestación del servicio de salud y del ejercicio de la profesión médica o de profesiones afines. Pero, del mismo modo, podría argumentarse que la mujer que decide abortar en esos mis­mos supuestos tiene derecho a la prestación del servicio del aborto para no verse afectada en sus derechos a la vida, a la protección de la salud, a la igualdad y a la libertad sexual y reproductiva, que fueron, precisamente, los derechos amparados por el tribunal constitucional. Una vez más parece razonable defender la tesis de que la Corte Constitucional no lo despenalizó en tres amplios supuestos sino que legalizó parcialmente el aborto.



Lo que no parecía previsible era que los médicos también tuvieran el deber de interpretar el fallo de la Corte y el de implementar su decisión. Si son verídicas las informaciones de prensa del 23 de mayo de 2006, el «primer procedimiento abortivo» efectuado al amparo de la decisión de la Corte se realizó en el Hospital Universitario del Valle en una joven que solicitó «no dar a conocer su identidad» y que «fue valorada cuando cumplía su décima semana de embarazo», previo el concepto de una junta médica que «determinó que cumplía con uno de los tres casos especiales que autoriza la Corte para la interrupción terapéutica». La nota periodística finalizaba con estas palabras: «No hubo complicaciones clínicas en el procedimiento, que se cumplió la semana pasada». Ahora, al amparo de la decisión de la Corte, los médicos son quienes interpretan los fallos y quienes confunden, porque previamente ellos han sido confundidos por otros, el principio de favorabilidad penal con el principio de la reserva legal de lo que podría llamarse el «servicio del aborto».



El principio de favorabilidad penal tiene aplicación inmediata y no requiere de implementación alguna. Esto significa que, desde el 10 de mayo, una mujer embarazada que haya consentido que se le realice el aborto en los tres supuestos legales no puede ser penalizada, ni tampoco lo será quien, con el consentimiento de la mujer, lo haya practicado. El principio de la reserva legal exige que sea el Congreso de la República el órgano que determine «la regulación legal de las hipótesis en las que la interrupción del embarazo no es delito».



Para hacer más claridad sobre este punto transcribo el numeral 6 del segundo comunicado de la Corte Constitucional, que, como todo el texto, es confuso y ha dado lugar a grandes confusiones:



En todo caso, la regulación legal de las hipótesis en las que la interrupción del embarazo no es delito deben ser realizadas [sic] por el legislador de manera tal que a) logre de manera eficaz la protección de los derechos a la vida, libertad, igualdad de modo tal que no se establezcan cargas desproporcionadas[;] b) En virtud del principio de la favorabilidad penal contemplado en la Constitución Política[,] la despenalización[,] en los supuestos de indicación terapéutica, ética y eugenésica[,] tendrán [sic] vigencia inmediata y no se requiere implementación legal alguna. Esta intervención[,] en caso de que el legislador así lo decida[,] deberá realizarse posteriormente con el margen de libertad propio del ámbito de configuración que la Constitución reconoce al Congreso de la República



La decisión del Hospital Universitario del Valle -he de decido con toda claridad- ha sido ilegal y no se ajusta al fallo de la Corte ni tampoco a lo que ella ha dado a conocer en los comunicados de prensa. Los médicos parecen haber despejado la duda de que la decisión de la Corte no despenalizó el aborto sino que lo legalizó y estableció el servicio del aborto. ¡Qué responsabilidad la de los médicos que ahora fungen de jueces y de abogados! ¡Qué responsabilidad la de los magistrados que ahora hacen de comunicadores sociales y le ceden al primer intérprete -en este caso, los médicos o los interesados­ la potestad de efectuar una libre interpretación de sus fallos! ¡Que responsabilidad la de las universidades que ahora, en vez de la vida, promueven la muerte! ¡Que responsabilidad la de los medios de comunicación que propiciaron la práctica del primer aborto legal en Colombia al amparo del fallo de la Corte! He de dejar a un lado el tema de las responsabilidades en tomo a ese polémico e injusto fallo, pues ya habrá tiempo, cuando se conozca la sentencia, de insistir en ello.



Si después de la lectura detallada de los dos comunicados de prensa queda duda acerca de si el alcance del fallo del aborto es su despenalización o su legalización, esta inquietud parece, por lo menos en cierto sentido, despejarse con las declaraciones que el magistrado ponente ha dado a los medios de comunicación. En efecto, el 12 de mayo de 2006 ese magistrado afirmó en la cadena radial colombiana RCN que «hoy en día existe el deber legal por parte de los médicos de prestar el servicio [de aborto] a la mujer». Pero fue más allá, ya que en repetidas ocasiones insistió en la idea de que «hay que ponerle[s] mucha atención a las barreras administrativas para evitar que en la práctica se haga nugatorio el derecho». ¿De qué derecho habla el magistrado ponente? ¿Acaso del derecho al aborto? También afirmó que los centros hospitalarios del Estado están obligados a prestar el servicio del aborto. ¿El aborto es, por tanto, un servicio que legalmente debe prestarse? Todo parece indicar que sí.



La quinta y última idea hace referencia a la objeción de conciencia, temática que no fue abordada por los comunicados de prensa, pero que sí fue considerada por el magistrado ponente al dar sus declaraciones a los medios de comunicación en torno al fallo del aborto. En efecto, afirmó que no hay duda de que el «médico puede hacer uso de la objeción de conciencia», pero ese «médico que hace uso de esa objeción no puede simplemente decirle a la mujer: 'yo no se lo practico'», sino que «debe remitirla ante otro médico que esté dispuesto a cumplir con el deber legal».



Más explícitas han sido las declaraciones de una de las demandantes, quien ha manifestado que «los médicos tienen derecho a hacer objeción de conciencia siempre y cuando no haya urgencia ni sea el único médico que pueda prestar el servicio». Además, ha afirmado que «las instituciones prestadoras de salud, en cualquier caso, tienen la obligación de garantizar la prestación del servicio por encima de la objeción de conciencia de su personal de salud. Si todos los médicos de su personal son objetores de conciencia, tiene que conseguir otro médico que garantice a esa mujer la prestación del servicio».



Es posible, por otra parte, que la sentencia c-355 de 2006 no haga expresa referencia a la objeción de conciencia, porque, examinada la temática del aborto en el derecho comparado, puede advertirse que el acto legal o judicial mediante el cual se despenaliza o legaliza el aborto no necesariamente implica el reconocimiento del derecho de objeción de conciencia. Así, por ejemplo, entre la amplia legislación sobre el aborto, podría mencionarse Alemania (Pregnancy Conflicts Law of 27 July 1992, enmendada en 1995), Dinamarca (Law on the Interruption of Pregnancy, Law 350, 1973, enmendada en 1995), China (Law on Maternal and Infant Realth Care, 1994), Federación Rusa (Ley 5487-1, 1993), Francia (Ley 75-17 de 1975, reformada en.1979), India (The Medical Termination of Pregnancy Áct, 1971, enmendada por Act No. 64 de 2002), Irlanda (Act No. 5 de 1995. Regulation of Information. Services Outside the State for Termination of Pregnancies), Israel (Criminal Law Amendment, Interruption of Pregnancy, 1977), Italia (Ley 194 de 1978), Polonia (Law on Family Planning, Protection ofRuman Fetuses, 1993), Portugal (Orden 189 del Ministerio de Salud, 1998) y Reino Unido (Abortion Act, 1967). Los Estados que han despenalizado judicialmente el aborto han reconocido, también por los jueces, la objeción de conciencia. Tal es el caso de los Estados Unidos de América, aunque también esta figura haya sido regulada en la Civil Rights Act de 1967. En España, sin embargo, la despenalización del aborto fue legal, pero el reconocimiento de la objeción de conciencia ha sido judicial.



Como se advierte, la cuestión es, de suyo, compleja, y he de confesar que es posible que el texto de la sen­tencia no logre aclarar algunas de las cuestiones planteadas ni otras que puedan llegar a plantearse. Es usual, en esta clase de decisiones, el empleo de un lenguaje ambiguo, que da la impresión, en este caso, de que la Corte Constitucional adopta una postura intermedia y de que trata de conciliar posiciones en principio irreconciliables. En todo caso he de seguir en paciente espera del texto de la mencionada sentencia para saber qué aclara o termina de confundir la Corte.



No hay duda alguna de que la intención de los deman­dantes era obtener algo más que la despenalización del aborto. Una de las demandantes, la que ha desarrollado una estrategia publicitaria poco usual en los medios de comunicación, ha afirmado de manera insistente que la decisión de la Corte Constitucional es histórica porque protege los derechos de la mujer y porque el aborto podrá realizarse de manera segura, ya que así se evitarán riesgos para la vida o a la salud de la mujer embarazada. También manifestó en una entrevista del 18 de mayo de 2006, en unas afirmaciones preocupantes, que la «Corte también va a dejar claro que el aborto legal debe ser incluido en el Plan Obligatorio de Salud para que sea cubierto por el servicio público de salud; para que las mujeres que no puedan pagar un servicio privado tengan derecho a un aborto gratuito por parte de los prestado res públicos» (cursivas fuera del texto). La demandante no sólo da su interpretación del fallo -lo cual es legítimo-, sino que asimismo parece saber algo que el resto de ciudadanos todavía no sabemos, lo cual es preocupante. Según estas declaraciones, la Corte parece haber reco­nocido el derecho al aborto.



La distinción, aceptada por un sector de la doctrina extranjera, entre el supuesto derecho al aborto y la exi­gencia moral y jurídica a los médicos y al personal sanitario de prestar el servicio del aborto (CÁMARA VILLAR, 1991) no es, a mi juicio, suficiente para establecer que no toda práctica legal abortiva implica el reconocimiento del derecho al aborto. Y no lo es porque, si el Estado «garantiza a todas las personas el acceso a los servicios de promoción, protección y recuperación de la salud» (art. 49 constitucional), el servicio del aborto no será un derecho independiente ni tendrá carácter general, sino que estará unido al derecho a la salud pública y facultará a la mujer embarazada a exigir ese servicio en los tres amplios supuestos, lo cual haría exigible el mencionado servicio no sólo por parte de los profesionales de la salud sino respecto de otras entidades del Estado -por ejemplo, los jueces, a través del ejercicio de la acción de tutela-o La conclusión se impone: el servicio del aborto en óptimas condiciones de salubridad enmascara el derecho al aborto de la mujer embarazada.



Esta tesis parece haber sido ratificada por la sentencia de tutela proferida por el Juez Cuarto Penal Municipal de Manizales el pasado 19 de julio de 2006, en la cual negó -según las informaciones dadas a conocer por el periódico La Patriade esa ciudad en su edición del pasado 25 de julio de 2006 y por el diario El Tiempo en su edición del 26 de julio- tutela presentada por una joven de veinte años contra una EPS para que se le practicara un aborto por existir una supuesta y grave malformación del feto que hacía inviable su vida. El mencionado juez negó la tutela porque se trata de un embarazo de veinti cuatro semanas. Y, según ese despacho, que citó a la Organización Mundial de la Salud, después de las veinte semanas de embarazo ha de hablarse de «inducción al parto» y no de aborto: «Si hubieran puesto la tutela tiempo antes se habría considerado, pero aun así es muy poco probable dado el dictamen del médico».



De esta forma, si se acepta la tesis de que (i) la despenalización parcial del aborto implica en la práctica la exigibilidad del «servicio del aborto» en los supuestos declarados constitucionales por la Corte o la de que (ii) el fallo implica la legalización parcial del aborto y el reconocimiento implícito o explícito del derecho al aborto, algunos profesionales, en razón del oficio que ejercen y de los servicios que prestan a la sociedad, pueden encontrarse en situaciones en las que la prestación de ese servicio legal del aborto entre en contradicción con otras exigencias legales o incluso con los dictámenes de su propia conciencia.



Ésta es, precisamente, la temática que desarrollaré a continuación: bosquejar la multiplicidad de problemas que le plantea al jurista la objeción de conciencia en el caso del aborto. Trataré de que la segunda parte de mi exposición también pueda ser confrontada con aplicaciones al derecho colombiano.





ALGUNAS PRECISIONES CONCEPTUALES SOBRE EL DERECHO A LA LIBERTAD DE CONCIENCIA Y LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA



Es usual en las constituciones y en los documentos internacionales de derechos humanos hacer referencia indistintamente a la libertad religiosa, a la libertad de conciencia y a la libertad de pensamiento (HERVADA, 1984). Esa indistinción es, en ocasiones, algo más: confusión, porque la diversidad de términos indica que existe cierta distinción entre los ámbitos de libertad a los que cada uno de estos conceptos se refiere. Lo cierto es que, cualificada la libertad como religiosa, de conciencia o de pensamiento, se hace mención de aquellas dimensiones radicales del hombre como persona, de su autodeterminación como ser racional y libre.



En el ámbito constitucional y de los tratados internacionales de derechos humanos que reconocen el derecho a la libertad de conciencia (BEHTOLINO, 1994 y 1967; GONZÁLEZ DEL VALLE, 1991; MARTÍNEZ TORRÓN, 1994; NAVARHO VALLS, 1987 Y 1986; NAVARRO VALLS y MARTÍNEZ TORRÓN, 1997 Y 1995) se adopta como Punto de partida la idea de que esta libertad no sólo es principio filosófico o concepto teológico sino también concepto jurídico y, por ende, auténtica libertad jurídica (HOYOS CASTAÑEDA, 1993). Es una libertad que, como toda libertad, se específica por su objeto: la conciencia -término que no resulta fácil de precisar desde el punto de vista juridico ni desde el filosófico-.



La palabra conciencia -así lo revela su etimología- connota un conocimiento, una cierta ciencia (LAUN, 1993).



Se trata de un conocimiento que relaciona al hombre no ya con la verdad ni con el bien en cuanto conocidos sino con la verdad y con el bien en cuanto susceptibles de ser realizados; esto es, de un juicio de deber. Para decido con otras palabras, la conciencia implica un juicio, es algo propio de la razón y expresa conocimiento práctico: un dictamen para obrar, en un caso concreto, aquello que es debido. No ha de confundirse, por tanto, con el mero querer, porque la conciencia es norma de conducta personal o, si se prefiere, juicio ético o norma de obrar. Ese juicio tiene carácter imperativo: la persona debe actuar de conformidad con su conciencia, porque la conciencia la llama a realizar el bien en una acción concreta y a abstenerse de contribuir a la realización del mal (LÓPEZ T., 1995). Por ese juicio, la persona conoce como bien debido aquello que ha de realizar aquí y ahora. Por ese mismo dictamen, la persona asume la responsabilidad de realizar el bien y de evitar el mal. La conciencia, por tanto, es el dictamen o juicio práctico que expresa el deber moral y que se constituye en la norma próxima del obrar (COTTA, 1992).



Considero importante aclarar este punto. Rechazar, por ejemplo, el aborto por razones científicas o incluso por razones religiosas no es un ejercicio del derecho de libertad de conciencia; puede serio de la libertad de pensamiento o de la libertad religiosa. Por el contrario, sí es ejercicio de la libertad de conciencia el juicio moral sobre la eliminación del nasciturus en un caso concreto, porque el rasgo fundamental de la conciencia no consiste en proponer enunciados generales sino en emitir el juicio de deber ante una situación singular y concreta (HEBVADA, 1984). De esta forma, los problemas relativos a la libertad de conciencia surgen en el momento en el que una persona ha de actuar conforme a sus propias convicciones morales.



No es éste el momento de insistir en otra idea que ahora sólo puedo mencionar. La libertad de conciencia no puede confundirse con la indiferencia moral, porque la conciencia exige el deber, y si hay deber no existe indiferencia, lo cual también implica que la libertad de conciencia sólo afecta las decisiones y conductas singulares y concretas en cuestiones morales (MARTÍN DE ACAR, 1995). Si la conciencia no implica indiferencia, tampoco supone absoluta autonomía, porque la conciencia sola no puede decir qué es lo bueno o lo malo, sino que su misión es juzgar lo que es o bueno o malo en cada caso, según la moral objetiva o la ley natural. Aquí radica la distinción -muy arraigada en el Magisterio de la Iglesia entre la libertad de las conciencias y la libertad de conciencia (JUAN PABLO II, 1993).



El derecho de libertad de conciencia es reconocido en las constituciones contemporáneas (PUGIOTTO, 1995; Soriano, 1987). Entre nosotros, el artículo 18 constitucional reconoce el derecho a la libertad de conciencia en los siguientes términos: «Se garantiza la libertad de conciencia. Nadie será molestado por razón de sus convicciones ni compelido a revelarlas ni obligado a actuar contra su conciencia». La redacción en sentido negativo resalta una de las dimensiones de los derechos de libertad, que se ha denominado «inmunidad de coacción»: no se puede obligar a nadie a actuar en contra de su conciencia. Pero, además de esa dimensión negativa, la libertad de conciencia. -como toda libertad- tiene una dimensión positiva, que se ha reconocido como «autonomía jurídica», esto es, como la facultad de la persona de actuar de conformidad con sus creencias o convicciones morales.



En el marco del derecho a la libertad de conciencia ha de estudiarse la objeción de conciencia, considerada, por un amplio sector de la doctrina extranjera, la dimensión externa de esa libertad o su concreción ad extra (APARISI MIRALLES, 2006; ESCOBAR ROCA, 1993; GARCÍA HERRERA, 2001; LÓPEZ GUZMÁN, 1997; PALOMINO, 1994). Según la perspectiva iusfundamental, la objeción de conciencia es expresión de un derecho de libertad -el derecho a la libertad de conciencia-, no una mera concesión del Estado, sancionada por el legislador o por los jueces. Se trata, como bien lo resalta un autor, de un derecho nuevo (SERRANO DE TRIANA, 1987).



También para un amplio sector de la doctrina, la objeción de conciencia es la resistencia personal al cumplimiento de un deber legal que, por ser contrario a un deber moral, se estima que ha de prevalecer sobre la prescripción legal (Lo CASTRO, 1989). La cuestión que subyace a la problemática de la objeción de conciencia es la relación entre la conciencia, el deber, la verdad y la justicia (D'AGOSTINO, 1989/2). Significativa cuestión iusfilosófica que en este escrito no puedo abordar y acerca de la cual sólo he de afirmar que quien objeta en conciencia disiente de manera personal de un deber específico establecido legalmente y se abstiene de ejecutarlo en razón de sus convicciones personales. Se trata, en definitiva, de la respuesta personal a un conflicto subjetivo entre el deber legal y el deber moral, que puede estar basado o no en creencias religiosas, porque el objetor de conciencia puede serlo también por razones morales. Ese conflicto implica el incumplimiento de un deber legal y la efectividad del deber moral: quien objeta en conciencia opta por el dictamen del deber moral y se niega a acatar el orden del poder público por considerar que está en juego algo para él irrenunciable. El objetor de conciencia, en definitiva, pretende que el Estado y la sociedad le reconozcan y respeten el legítimo derecho a obrar según su conciencia. Su pretensión no es, como objetor, cambiar el deber legal, que en cierto sentido con­sidera injusto, sino actuar conforme a sus convicciones morales (GASCÓN ABELLAN, 1990).



En relación con este punto considero importante hacer una aclaración. El deber legal es objetado por considerarse inmoral en sí mismo (deber directo) o cooperación ilícita a la conducta moral de otros (deber indirecto), no por considerarse injusto, ya que una norma considerada injusta no necesariamente impone acciones éticamente reprochables. La objeción de conciencia es una manera de resaltar el valor preponderante de la persona y de su dignidad frente al Estado, así como forma de desobediencia al derecho (PRIETO SANCHIS, 1984). Para que sea real y efectiva esa preponderancia, han de delimitarse bien las razones o motivos de la objeción, que pueden radicar en lo que un autor ha denominado «la posible negatividad moral de la ley civil», (POSSENTI, 1992).



En esta perspectiva, el objetor de conciencia actúa en el marco del ordenamiento jurídico porque ejerce un derecho fundamental (CAÑAL GARCÍA, 1994). Su apelación a su conciencia no es, por tanto, algo indiferente para el ordenamiento jurídico, sino expresión de ese mismo ordenamiento, que acepta la oposición de la persona a un deber que se presume legítimo pero para ella sería inmoral cumplir (ARRIETA, 1998). Cuestión distinta es si el ordenamiento jurídico debe establecer o no algunos mecanismos y requisitos para el ejercicio de este derecho, los cuales, en todo caso, no pueden hacer engañosa su efectividad


Las cuatro notas esenciales que caracterizan jurídicamente la objeción de conciencia son, entonces, las siguientes: a) la existencia de un deber legal que exige realizar una acción contraria a las convicciones morales de quien objeta en conciencia, b) la existencia de una situación singular y concreta que genera el conflicto personal entre el cumplimiento del deber legal y el del deber moral, c) la existencia de una razón eximente de la realización de ese deber legal y d) el incumplimiento del deber legal por el cumplimiento del deber moral.



La Constitución Política colombiana no reconoce de manera expresa el derecho de objeción de conciencia. La jurisprudencia de la Corte Constitucional, por su parte, ha sido -es mi apreciación- tímida al reconocer algunas objeciones de conciencia, en casos de salud, laborales, servicio militar, educación y juramento. Ese reconocimiento, por lo demás, ha sido de carácter restrictivo.



La objeción de conciencia tiene entre nosotros un incipiente desarrollo legal. Existe regulación para el caso de los médicos y de los profesionales de la enfer mería, según la Ley 23 de 1981, por la cual se dictan normas en materia de ética médica, y de la Ley 911 de 2004, por la cual se dictan normas de responsabilidad deontológica para el ejercicio de la profesión de la enfermería. Ambas normatividades adolecen de fallas de técnica jurídica, lo que suele ocurrir en la legislación colombiana. Esto no obsta para que otras leyes regulen de manera especial la objeción de conciencia en el aborto y amplíen a otros profesionales, aparte de los del sector de la salud, el reconocimiento del derecho de objeción de conciencia.



En la parte final de mi exposición quisiera hacer refe­rencia a algunos problemas que surgen en torno a la aplicación de la objeción de conciencia (DI PIETRO, 2005) o de las objeciones de conciencia (NAVARRO VALLS y PALOMINO, 1994). Haré referencia sólo a cinco problemas (son muchos más los que se plantean en torno al fallo de la Corte, pero no puedo hacer más extenso este artículo) de la objeción de conciencia al aborto (CEBRIÁ GARCÍA, 2004; GARCÍA TORRES, 1993). Se trata de algunas cuestiones polémicas que requieren creatividad y mucho realismo para su solución. En todo caso, parece que lo más aconsejable es siempre circunscribir el conflicto entre conciencia y norma civil coactiva a sus límites precisos, evitando tanto la tiranía individualista de la conciencia como la primacía absoluta del ordenamiento jurídico positivo. En esta cuestión, como en muchas otras, la prudencia exige precisar los límites y alcanzar, de ser posible, la armonía entre la libertad y la obediencia a una ley objeta­da en cuanto inmoral. Esa prudencia, en ocasiones, tendrá que ser legislativa o judicial.





ALGUNOS PROBLEMAS EN TORNO A LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA



El primer problema que quisiera plantear es el de la distinción entre la objeción de legalidad y la objeción de conciencia (NAVARRO-VALLS, 1996), que suelen confundirse. En los dos casos se está frente a una objeción, esto es, a una excusa para no realizar determinado acto debido. La diferencia radica en la razón que justifica esa objeción. Si el problema que enfrenta el objetor es de mero conflicto de deberes de carácter legal, no hay objeción de conciencia sino objeción de legalidad. Si el problema que enfrenta el objetor es un conflicto entre un deber legal y un deber moral, sí hay objeción de conciencia. Explicaré esta afirmación.



En el caso del fallo de la Corte Constitucional sobre el aborto, la cuestión es saber si, por ejemplo, los médi­cos tienen el deber de prestar o no el servicio del aborto. ¿Cuál es el deber general del médico? Proteger la vida: también la del no nacido. Ese deber surge de la razón de ser de la medicina, que «tiene como fin cuidar de la salud del hombre y propender [a] la prevención de enfermedades» (Ley 23 de 1981, artículo 1°.), "porque el respeto por la vida y los fueros de la persona humana constituyen [sic] su esencia espiritual» (ibíd.). ¿Cuáles serían los deberes del médico en relación con el aborto? Varios, porque pueden ser de dictamen o de realización. Aceptemos, por lo menos en gracia a la discusión, que hoy en día existe en Colombia el deber de practicar la acción abortiva. El médico estaría, por tanto, frente a dos deberes: el general de proteger el derecho a la vida desde el momento de la concepción y el específico de «dar por terminado un embarazo», para hacer uso de la terminología de la Corte.



En este caso, el médico se encontraría frente a un conflicto de deberes legales. Bien podría optar por la regla general de proteger la vida y entonces abstenerse de cumplir el deber de practicar un determinado aborto, y podría hacerlo a partir de la comprensión que el propio legislador tiene de la praxis médica, que no incluye como servicio terapéutico la muerte directa del no nacido (VOLTAS, 1990). En este caso no se configura la objeción de conciencia, porque el deber legal no se enfrenta con el deber moral: lo que existe es una objeción legal. Es posible que el médico, científicamente hablando, no comparta la decisión de la Corte, pero se abstiene de realizar el aborto por cumplir con la razón de ser de la profesión médica, no por razones de conciencia.



El médico incluso podría hacer uso del derecho que le reconoce la Ley 23 de 1981, según la cual el «médico rehusará la prestación de sus servicios para actos que sean contrarios a la moral y cuando existan condiciones que interfieran el libre y correcto ejercicio de la profesión» (art. 6°.). Aquí el médico estaría actuando en cumplimiento de un deber legal de carácter general; no sería, pues, objetor de conciencia.



La misma situación se presenta según la Ley 911 de 2004, pues, en «los casos en que la ley o las normas de las instituciones permitan procedimientos que vulneren el respeto a la vida, la dignidad y los derechos de los seres humanos, el profesional de enfermería podrá hacer uso de la objeción de conciencia, sin que por esto se le puedan menoscabar sus derechos o imponérlessanciones» (art. 9°., parágrafo), porque el profesional de la enfermería podría abstenerse de practicar una determinada acción que fuera en contra del respeto a la vida, la dignidad y los derechos de los seres humanos. Pero su objeción no será de conciencia, a pesar de que la ley, impropiamente, haga uso de este término, sino de carácter legal.



¿Cuándo hay, entonces, objeción de conciencia? Cuando ese mismo médico o profesional de la enfermería declare, en un caso singular y concreto, que no está obligado a practicar el aborto en razón de sus convicciones personales y no en razón de los deberes generales que la ley establece para su profesión.


Soy consciente de que resulta razonable argumentar que la distinción entre la objeción de conciencia y la objeción de legalidad no tiene efectos prácticos, porque en uno y otro caso el profesional sanitario se abstiene de cooperar de manera más o menos directa con la práctica abortiva. Los efectos de una y otra objeciones pueden ser iguales, pero lo que las hace distintas es su justificación, la razón por la cual se abstiene una persona de realizar determinada acción debida. Y he de recordar que la objeción de conciencia no requiere, para su configuración, que los deberes morales estén reconocidos legalmente, porque, de ser así, no podría hablarse, en sentido estricto, de objeción de conciencia.


La segunda cuestión se refiere a la titularidad del derecho de objeción de conciencia. Algunos podrían considerar –también con base en lo que aquí he expresado– que no existe en verdad problema, porque se trata de un derecho personal, que se predica de todo ser humano que se encuentre en una situación singular y concreta que pueda objetar por razones morales para ser eximido de su cumplimiento. La cuestión, sin embargo, no es tan simple, porque hoy en día, cada vez de manera más insistente, se plantea la necesidad de reconocer una clase de objeción para las personas jurídicas. Así, por ejemplo, no se puede obligar a una institución de salud cuyos principios éticos sean incompatibles con la práctica del aborto a prestar ese servicio ni a contratar a personas para que lo practiquen. Soy consciente de que resultaría impropio el término objeción de conciencia institucional, porque las instituciones no tienen conciencia. Podría hablarse de una objeción ideológica –aunque he de reconocer que el término no es tal vez el más apropiado– o de una objeción ética institucional.


En relación con otros derechos fundamentales, la Corte Constitucional ha dado un paso al reconocer que las personas jurídicas pueden, de manera análoga, ser titulares de estos derechos; algo similar tendría que predicarse, aunque puede ser necesario hacer uso de otro nombre, de la libertad de conciencia de las personas jurídicas.


El tercer problema es el de los límites de la objeción de conciencia. Ésta es una cuestión medular de la protección de los derechos humanos, que tampoco resulta fácil resolver de manera abstracta. La doctrina extranjera (DI COSIMO, 2000; MARTÍN DE AGAR, 1995; MARTÍNEZ TORRÓN, 1989; PALOMINO, 1994) ha insistido en la necesidad de sopesar la carga que supone para el objetor verse coartado en su autonomía o libertad y las repercusiones que para otras personas o para la sociedad puede tener su exención de determinada acción. En algunos casos –así sucede con el juramento– se ha optado por la solución o fórmula alternativa, centrada en la idea de que no pueden originarse situaciones de desigualdad o en la de que es importante disuadir a los falsos objetores, que no buscan salvaguardar su conciencia. Esta fórmula, sin embargo, no es aplicable en todas las objeciones.



Un sector de la doctrina –también de la extranjera– considera que debe valorarse cada caso concreto para determinar hasta dónde puede ir la objeción de conciencia. En los Estados Unidos de América, por ejemplo, en relación con la objeción de conciencia por aborto, se tienen como excepción los tratamientos médicos de urgencia (DI PIETRO, 2005; NAVARRO VALLS, 1987). También la doctrina española ha insistido en la idea de que al ser la objeción de conciencia un derecho fundamental subjetivo sólo puede ser limitada por razones de orden público, seguridad e igualdad (APARISI, 2006; Escobar Roca, 1993; García Herrera, 1991; Martín de Agar, 1995)

La cuarta cuestión es la de saber si la objeción de conciencia en materia de aborto ha de ser directa o indirecta. La directa exige un comportamiento personal y activo del objetor frente a un deber legal específico, y su aceptación no plantea especiales dificultades. La objeción indirecta es más problemática porque con ella se hace énfasis en que las consecuencias de un acto para el que aparentemente no cabe la objeción de conciencia pueden resultar coadyuvando a una acción inmoral. Un ejemplo es la objeción fiscal contra el aborto y otras prácticas abortivas. En una decisión de 1983, laComisión Europea de Derechos Humanos afirmó que «la obligación de pagar impuestos es una obligación de orden general que no tiene ninguna incidencia precisa en el plano de la conciencia» (15-XII-1993). Sin embargo, esa afirmación tan tajante no excluye –como de hecho no lo ha hecho en algunas legislaciones– que se acepte la objeción de conciencia indirecta. En este sentido podría garantizárseles a las personas naturales y jurídicas cuyas convicciones sean incompatibles con la legalización o despenalización del aborto que sus impuestos y demás contribuciones fiscales no se destinarán a la financiación del aborto u otras prácticas contraceptivas en las instituciones del Estado. En tal caso podría plantearse, como contraprestación a la existencia del servicio del aborto, la financiación de movimientos defensores del derecho a la vida.

El quinto y último problema es el relativo al consentimiento informado de la mujer embarazada que solicite el aborto. Ésta es una cuestión que puede distinguirse de la objeción de conciencia, pero que tiene íntima relación con ella. En efecto, a la mujer embarazada debe informársele debidamente sobre las consecuencias físicas y psicológicas del aborto, así como –si ella lo acepta– sobre la posición oficial al respecto de la Iglesia Católica y de otras iglesias y confesiones religiosas. De esta forma no sólo se garantiza el consentimiento informado de la paciente sino que también se da efectividad al derecho de libertad religiosa, porque, si la mujer pertenece a determinada confesión religiosa, es indispensable que sepa cuáles son los efectos religiosos que acarrea la acción abortiva. Esta información no puede confundirse con el deber de las iglesias y confesiones religiosas de dar certificación previa, como ha sido la práctica en Alemania, porque ello sería tanto como que las mismas iglesias y confesiones religiosas otorguen «certificados» o «permisos» para abortar, lo que implicaría desconocerles el derecho de defender y promover su credo religioso. Soy consciente de que ésta es una cuestión polémica, mucho más en una sociedad secular y plural como la nuestra. Sin embargo, la complejidad no excluye la búsqueda de una adecuada solución jurídica que permita armonizar los presuntos derechos en conflicto.



A MANERA DE CONCLUSIÓN


Están, entonces, delineadas algunas cuestiones clave en torno a la objeción de conciencia, si bien muchos problemas quedan sin plantearse. Habrá que replantear otros tantos tras la lectura atenta de la esperada sentencia.

Por ahora, además de esperar, bien vale la pena recordar lo que dijo JUAN PABLO II, el Papa de la Familia y de la Vida, en su encíclica Evangelium vitae (1995):

Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de conciencia (n. 73).

Frente al crimen del aborto debemos reivindicar con valentía el derecho del hombre de actuar en conformidad con su juicio. Porque obligar al hombre a actuar contra su conciencia es condenarlo por ella misma y negarle, sin más, el respeto debido a su dignidad. Ganar ese respeto exige que todo objetor de concien conciencia asuma la responsabilidad que tiene frente al bien, el cual es la forma como cada uno expresa el vínculo de la libertad con la verdad.

Ésta es la responsabilidad de todos aquellos que debemos oponernos, por razones de conciencia, al injusto fallo de la Corte Constitucional sobre el aborto.

Bogotá, D.C., 15 de agosto de 2006







R E F E R E N C I A S B I B L I O G R A F I A





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http://personaybioetica.unisabana.edu.co/index.php/personaybioetica/article/view/869/1641

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Medellín, Antioquia, Colombia
Magister en Filosofía y Politóloga de la Universidad Pontificia Bolivariana. Diplomada en Seguridad y Defensa Nacional convenio entre la Universidad Pontificia Bolivariana y la Escuela Superior de Guerra. Docente Investigadora del Instituto de Humanismo Cristiano de la Universidad Pontificia Bolivariana. Directora del Grupo de Investigación Diké (Doctrina Social de la Iglesia). Miembro del Grupo de Investigación en Ética y Bioética (GIEB). Miembro del Observatorio de Ética, Política y Sociedad de la Universidad Pontificia Bolivariana. Miembro del Centro colombiano de Bioética (CECOLBE). Miembro de Redintercol. Ha sido asesora de campañas políticas, realizadora de programas radiales, así como autora de diversos artículos académicos y de opinión en las áreas de las Ciencias Políticas, la Bioética y el Bioderecho.

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